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miércoles, 23 de octubre de 2013

Tres piadosos egoistas - Jiddu Krishnamurti

El otro día vinieron a verme tres piadosos egoístas. El primero era un sannyasi, un hombre que había renunciado al mundo; el segundo un orientalista que creía firmemente en la fraternidad; y el tercero  , un trabajador infatigable en aras de una maravillosa utopía.
Cada uno de los tres se afanaba con tenacidad en su propia causa y sacaba fuerza de sus convicciones;
cada uno luchaba por sus propias creencias con ardor y miraba con desdén las actitudes y actividades de los otros.
Por extraño que pareciese, había algo despiadado en cada uno de ellos.
Me dijeron, en especial el utopista, que estaban dispuestos a sacrificarse y a sacrificar a sus amigos hasta donde hiciera falta por aquello en lo que creían.
En apariencia eran afables  y educados, especialmente el que creía en la fraternidad, pero había dureza en sus corazones, y de los tres emanaban esa peculiar intolerancia que caracteriza a quien se siente superior.
Eran los elegidos, los intérpretes, sabían y se sentían seguros.
En el transcurso de la conversación, el sannyasi dijo con tono serio que estaba preparándose para su próxima vida. La actual, afirmó, tenía muy poco que ofrecerle, ya que tras hacersele transparentes las ilusiones mundanas, había comprendido y abandonado los caminos del mundo. Agregó que tenía aún ciertas debilidades personales y alguna dificultad para concentrarse, pero que en su próxima vida alcanzaría el ideal que se había fijado.
Todo su interés y vitalidad se sustentaban en la convicción de que llegaría a ser algo en la próxima vida.
Conversamos durante un largo rato, y sus  palabras enfatizaban constantemente el mañana, el futuro.
El pasado existía, pero siempre en relación con el futuro, dijo; y el presente era un mero pasaje hacia el futuro igualmente, pues era el mañana lo que imbuía de interés el hoy. Si no hubiese un mañana, preguntó, que sentido tendría esforzarse? Daría lo mismo vegetar o deambular apaciblemente como una vaca.
A su entender, la vida era un continuo movimiento del pasado hacia el futuro a través del presente momentáneo, y ese presente debía emplearse, continúo, para llegar a ser algo en el futuro; para ser sabios, fuertes, compasivos. Tanto el presente como el futuro eran transitorios, pero la fruta maduraría mañana. Insistió en que el hoy es simplemente un peldaño, y en que no deberíamos estar demasiado preocupados, o ser demasiados detallistas con el ahora, sino tratar de mantener claro el ideal del mañana y lograr así que el camino sea un éxito. En síntesis, el presente le causaba impaciencia.
El orientalista era más instruido, y su lenguaje más poético; era experto en el manejo de las palabras, y a la vez refinado y convincente. El también se había forjado un nicho divino en el futuro. Allí sería algo. Hasta tal punto colmaba su corazón esta idea, que había reunido a quienes en el futuro habrían de ser sus discipulos. La muerte, decía era algo hermoso, pues le acercaba a uno a ese nicho divido del que él sacaba fuerzas para seguir viviendo en este mundo triste y espantoso.
Sostenía que era necesario cambiar y mejorar el mundo y trabajaba ardientemente por la fraternidad humana.
Consideraba que la ambición, con la corrupción y crueldad que de ella se derivan, era inevitable en un mundo donde las cosas han de hacerse, y que, por desgracia, si uno quería realizar cierta actividad organizadora tenía que ser  un poco severo.
Esta tarea era importante porque ayudaba a la humanidad, y cualquiera que se opusiese a ella debía ser apartado-amigablemente, por supuesto-. Para este trabajo, la organización era imprescindible y no debía obstaculizarse. "Otros tienen sus propios caminos-decía-, pero el nuestro es crucial, y quienquiera que se interponga no es de los nuestros".
El utopista era una extraña mezcla de idealista y hombre práctico. Su biblia no era la antigua sino la nueva, y creía ciegamente en ella. Conocía de antemano los acontecimientos del futuro, porque el nuevo libro los predecía. Su misión era primeramente destruir, luego organizar y edificar. El presente, afirmaba, era corrupto y debía destruirse para que, a partir de esa destrucción, pudiera construirse un mundo nuevo. El presente debía sacrificarse en favor del futuro. El hombre futuro era lo que importaba, no el hombre actual.
"Nosotros sabemos cómo crear ese hombre futuro-dijo; podemos moldear su mente y su corazón; pero necesitamos llegar al poder para hacer algo bueno. Estamos dispuestos a sacrificarnos y a sacrificar a otros para producir un nuevo orden. Mataremos a cualquiera que se interponga en el camino, porque los medios carecen de importancia; el fin justifica los medios".
Para alcanzar la paz final, cualquier forma de violencia sería válida; para conseguir la libertad final del individuo, la tiranía en el presente era inevitable. "Cuando tengamos el poder en nuestras manos-declaró- emplearemos cualquier forma de coacción a fin de hacer posible un nuevo mundo donde no haya distinción de clases ni sacerdotes. Nunca nos apartaremos de nuestra tesis central; nos mantendremos fieles a ella; pero nuestra estrategia y procedimientos variarán dependiendo de las circunstancias cambiantes. Planificamos, organizamos y actuamos para destruir al hombre presente en aras del hombre futuro".
El sannyasi, el defensor de la fraternidad y el utopista vivían todos para el futuro, para el mañana. No eran ambiciosos en el sentido mundano, no estaban interesados en pomposos honores, en riquezas o en reconocimientos, pero eran ambiciosos de una forma mucho más sutil.
El utopista estaba identificado con un grupo que, según pensaba, tendría la fuerza para reorientar el mundo: el defensor de la fraternidad aspiraba a que se le ensalzara, y el sannyasi a conseguir su meta. A los tres les impacientaba su realización personal, su propio logro y expansión. No se daban cuenta de que semejante deseo niega la paz, la fraternidad y la felicidad suprema.
La ambición en cualquiera de sus formas-ya sea de bienestar para un grupo, de salvación individual o de realización espiritual- es una acción aplazada. El deseo es siempre del futuro; el deseo de llegar a ser es inacción en el presente.
El presente tiene más importancia que el mañana, pues la totalidad del tiempo se halla en el ahora; comprender el ahora es estar libre del tiempo. El llegar a ser es la continuación del tiempo, del sufrimiento; el llegar a ser no contiene el ser. Ser es siempre en el presente y es la forma más elevada de transformación; llegar a ser es una simple continuidad modificada. Sólo en el  presente, en el ser, hay una transformación radical.

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